el marino que perdió el mar

el marino que perdió el mar

domingo, 19 de agosto de 2012

Ayer...

Ayer estuve 8 horas en el hospital.
Un gran hospital.
Seguramente un magnífico hospital.
Otro mundo.

Aunque mi estancia duró un tercio de un día, mis sentidos, todos, se pusieron en situación de alarma.
Entraba en otra dimensión
Un universo incriptado en otro.
Con su propio código.
Habitantes.
Normas.

Al traspasar la línea que delimita la libertad de acción a la entrega, algo, no explícito nos avisa que estamos en territorio ajeno y autónomo. Que no tiene nada que ver con el exterior.
Olor.
Color.
Sonido.
Hacen de este lugar otro lugar.

Y no es que lo dirijan robots, ni alienígenas, es que simplemente es un mundo paralelo de dónde algunos repararán sus desajustes y otros no saldrán.

Los que visten uniforme, blanco, verde o azul son seres normales hasta su entrada en el recinto. Al cambiar su indumentaria es como si su personalidad se desdoblara. La vestimenta, unas letras sobre su pecho, una tarjeta, algo les hace cambiar como si les inocularan un virus que les confiere otras características.

Te manejan. Te sientes manejado. Te dejas.
Alguna sonrisa te indica que son personas como tu pero que forman parte de un ejército y no pueden hacer muchas concesiones.

Urgencias es un buen punto de observación.

A los de fuera, los uniformados, los van introduciendo en sillas rodantes y los aparcan a la espera de turno.
No lo dicen pero la libertad de cada uno queda reducida al espacio que ocupa el vehículo.

En alto proclaman un nombre y el aludido entra en el engranaje.
Al final un diagnóstico o un internamiento.
Mientras...
Una interminable espera.
Como si el tiempo se parase. El color supuestamente relajante de las paredes parace que se incruta en tu piel, que de alguna manera entras a formar parte del edifico que es más que un edificio, el lugar de reciclaje del sujero 35 millones...

En la espera...
Desasosiego.
Temor.

Los más viejos, en camas rodantes, parecen parecerse. Como si el próximo fin les advirtiera que ante él son iguales. Callan. Con ojos asustados esperan resignados sabiendo que su ciclo está próximo a terminar.
Los más jóvenes parecen no comprender. El lugar sin música y sin risas les agrede sin hacerles mal.
Los más hechos, ni tan viejos ni jóvenes, intentan hacer gala de serenidad aunque en algunos de ellos sus tics los delata. Miradas furtivas a los más cercanos. Hacia el pasillo de dónde vendrá la voz que los cite.
De vez en vez un paciente no aguanta el dolor o la tensión y rebienta. Y antes de que lleguen los uniformados el grupo que espera a su alrededor crispa sus rostros pero calla.

A veces el silencio se vuelve denso, tanto que un chispazo cualquiera puede provocar la histeria.
Sucede.
Gritos desgarradores procedentes de la recepción. Llega una ambulancia con un o varios accidentados. Desde donde estamos unicamente se perciben los sonidos. Y otros coches que llegan con gente. Y lloros.
La gente sentada en las sillas móviles y en las camas móviles aguzan los oídos. Y carreras polos pasillos.

Retorna el silencio con algún comentario en voz baja.
Nadie quiere erigirse en protagonista. Porque aquí el único es él. La masa de ladrillos. El edificio. El Hospital.

Cuando abandono el lugar sin heridas propias no miro hacia atrás. Intuyo que de nuevo volveré. Los más afortunados podemos rozar el perfecto equilibrio durante un corto período pero al final vence el tiempo y casi siempre un capítulo antes del fin rendimos una escala en este lugar.

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